LO QUE VI EN VENEZUELA

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Hace unas semanas tuve la oportunidad de visitar Venezuela. Fue un viaje de once días durante el cual visité varias ciudades. Pisé algún hotel, pero la mayor parte del tiempo estuve alojado en casas de venezolanos, lo que me permitió conocer de primera mano cómo es la vida allí. Desde que regresé a España, mucha gente me ha preguntado sobre mi viaje, intentando confirmar si las noticias que nos llegan son o no ciertas. Para dar respuesta a todas esas inquietudes, he decidido escribir un pequeño artículo contando lo que vi. Aquí va.

Nada más llegar a Venezuela, la primera sensación que uno tiene es la de que te están mirando. Unos ojos te persiguen desde el mismo momento en que pones los pies en el aeropuerto. Son grandes y negros, y están pintados en paredes, columnas, vallas publicitarias… El efecto en ocasiones llega a ser agobiante. Si uno se para en medio de cualquier calle venezolana y da un giro de 360 grados, lo más probable es que consiga ver esos ojos en lo alto de un edificio o en cualquier cartel colgado de una farola.

¿De quién son esos ojos que todo lo ven? No es fácil adivinarlo a simple vista para un visitante extranjero, pero se trata de la mirada de Hugo Chávez, el militar que presidió el país durante 14 años. Fallecido como consecuencia de un cáncer el 5 de marzo de 2013, sus ojos parecen sugerir que sigue vivo y que, cual dios que habita en todas partes, él también controla desde cada esquina que la revolución bolivariana siga su curso.

“¡Chávez vive!”, reza otra pintada muy repetida. Y, a tenor de su constante presencia, parece que sí. Es como si siguiera siendo el presidente dos años después de muerto. Hay carteles con su nombre por todas partes, grafitis donde comparte partida de dominó con Fidel Castro o Simón Bolívar, frases de su vida colgadas antes de entrar en los túneles de las carreteras…

Toda esa imaginería rinde culto a Chávez como dios de una nueva religión. Pero, aparte de esa omnipresente propaganda en las calles, no parece que muchos feligreses profesen la nueva fe. Hace unos años, y para demostrar su adhesión a la revolución, los venezolanos chavistas solían vestir de rojo, igual que en Tailandia los partidarios del rey van de amarillo o en Ucrania el naranja tiene una connotación especial. Hoy, 16 años después de que Chávez llegara al poder, es difícil encontrar a alguien vestido de rojo. Es más, parece como si los venezolanos evitaran ese color a propósito.

La ausencia del rojo es un buen síntoma del estado de ánimo de la población, pero basta hablar con cualquiera para confirmar que es muy difícil encontrar a un partidario de la gestión del actual presidente, Nicolás Maduro, ni siquiera entre los que deberían ser sus teóricos votantes. Bernardo, por ejemplo, es un indígena de la etnia pemón que habita en una aldea cercana al salto Ángel, el principal atractivo turístico del país: “Nuestras familias son muy humildes y siempre han vivido de los turistas. Esto va cada vez peor, ya casi nadie viene por aquí y nuestros hijos solo piensan en emigrar”.

El lamento de Bernardo está muy extendido. Cualquiera que haya recorrido la selva amazónica venezolana habrá comprobado cómo los más jóvenes, que con frecuencia hacen de guías por las intrincadas rutas, ya solo tienen un pensamiento entre ceja y ceja: cómo encontrar la manera de salir del país.

Y no solo ellos. Todo el que puede, o ha salido ya de Venezuela o está pensando en hacerlo. Pero no es fácil. Hacen falta papeles y dinero. Papeles porque, obviamente, si uno solo cuenta con el pasaporte venezolano es muy difícil que pueda establecerse en otro país. Eso sí, desde hace unos meses, merced a un acuerdo dentro de Mercosur, los venezolanos tienen derecho a trabajar en otros países de la región. Y este es el clavo al que se agarran personas como Roberto, un fotógrafo de la localidad de Puerto La Cruz: “Estoy pensando en trasladarme a Uruguay a final de año porque aquí no hay ningún futuro, ya no puedo más”.

Pero para salir del país también hace falta dinero. Y no basta con ser millonario. Por mucho dinero que se tenga, todos los venezolanos están sometidos a un sistema de control de divisas que limita la utilización de sus cuentas y tarjetas de crédito desde el extranjero a un máximo de 3.000 dólares anuales (2.800 euros). Por tanto, o se dispone de una cuenta bancaria en el exterior o es prácticamente imposible abandonar el país y utilizar libremente los ahorros de toda una vida.

¿Por qué quieren huir los venezolanos? Básicamente por dos problemas: la economía y la inseguridad. Y es que la situación económica es en este momento catastrófica: escasez de productos, inflación galopante, industria inexistente, capital extranjero en retirada, finanzas públicas en estado crítico debido a la excesiva dependencia del petróleo y a la caída de su precio…

La ausencia de bienes de consumo esenciales, que los venezolanos padecen desde hace año y medio, es consecuencia de un sistema intervencionista. Con el objetivo de que los productos de primera necesidad puedan ser accesibles para los más pobres, el Gobierno fija por decreto sus precios, que en muchas ocasiones se sitúan por debajo de su coste de fabricación, lo que lleva a las empresas a no producirlos para no perder dinero. Para compensar esa falta de interés del sector privado en poner en el mercado productos básicos, el Gobierno suele adquirirlos en el exterior gracias a las divisas generadas por el petróleo, pero desde que su precio está en mínimos eso es cada vez más complicado.

El bajo precio de los productos básicos unido a la reducción de la oferta por parte del sector privado están provocando innumerables colas en los supermercados. Son filas eternas en las que en realidad no se sabe qué es lo que se podrá comprar cuando al cabo de varias horas se llegue al mostrador del establecimiento. Y, dada su longitud, solo pueden hacerlas aquellos que no tienen trabajo, que aprovechan la situación para comprar de más y luego revender lo conseguido en el mercado negro por dos o tres veces su precio. Y así van tirando.

Ellos son los famosos bachaqueros. Y se les puede ver en todas partes ofreciendo su mercancía sobrante. En los arcenes de las carreteras, por ejemplo, aparte de puestos con fruta y verdura, hay bachaqueros vendiendo pañales o champú.

Lo que más escasea en Venezuela son los medicamentos y los productos de higiene personal. No obstante, aquellos bienes que no están sujetos al intervencionismo estatal se pueden encontrar sin problemas. Así, se dan situaciones tan paradójicas como que abunde la Coca-Cola pero sea complicadísimo encontrar un botellín de agua mineral. O que los quioscos de chucherías estén repletos de gominolas pero no haya carne de ternera en los restaurantes.

En cuanto a la inseguridad, no existen cifras fiables, pero lo cierto es que hay pocas familias venezolanas que no hayan sufrido algún episodio reciente entre sus miembros, ya sea un atraco a mano armada o un secuestro. Para no tentar a la suerte, la gente pisa la calle lo mínimo imprescindible y se recluye en sus casas, que con frecuencia están completamente fortificadas para evitar los asaltos. Los traslados se suelen hacer en vehículo propio, lo que convierte Caracas en una ciudad con grandes atascos. De noche, eso sí, la presencia de coches se reduce drásticamente y los pocos que circulan lo hacen bajo una norma esencial de seguridad: jamás se paran ante la luz roja de un semáforo para evitar ser asaltados por los temidos motoristas.

La inseguridad, como suele ocurrir en buena parte de Latinoamérica, está muy relacionada con la extrema desigualdad. Y es que los 16 años de chavismo no han servido para corregir lo que salta a la vista: que mientras en un lado de la carretera la población se hacina en chabolas insalubres (eso sí, todas presididas por antenas parabólicas), justo enfrente hay urbanizaciones de lujo con seguridad privada y piscina.

En resumen, que lo que más me llamó la atención de Venezuela fue el excesivo culto al líder, que yo no lo he visto ni en las tiranías más sátrapas del planeta, y las colas a las puertas de las farmacias y los supermercados. La inseguridad, lamentablemente, la he visto en otros sitios, y no muy lejanos: Honduras, Belice, Guatemala…

Mi impresión es que Venezuela está al mismo nivel que los países más atrasados de América, y no parece que la cosa vaya a ir a mejor. Pero, que nadie se engañe, allí no muere nadie de hambre, al menos de momento, ni te pegan dos tiros en cuanto pones un pie en la calle. Es un país mucho más civilizado de lo que nos creemos, y Caracas una gran capital. El problema es que, según te cuentan los propios venezolanos, aquello era un sitio mucho más habitable hace 20 años y ahora está completamente echado a perder. Ojalá pronto se recupere.

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